No
todos mis exorcismos tuvieron un final
tan feliz. Días después, y precedido de la aureola que me había proporcionado
el exorcismo de Magdalena, en otra miserable aldea de aquella inhóspita Galilea
me solicitaron que exorcizara los demonios que atormentaban a un desdichado.
Andaba desnudo por los arrabales de la
aldea y dormía en los sepulcros. Pronto
observé que si los males de Magdalena eran mera consecuencia de la obligada y no
deseada abstinencia de varón, aquel desgraciado estaba sencillamente loco de
remate. Siempre inspirado por mi amor al prójimo ayude en lo que pude a paliar
sus males y le animé que vociferara y aullara a viva voz. Al cabo de una hora
se calmó y quedó en silencio. Sin embargo una piara de cerdos que merodeaba por
los alrededores se asustó de tal manera ante los gritos que corrieron en estampida y se despeñaron por
un acantilado, ahogándose en el mar sin remedio. Los aldeanos agradecidos
entendieron que los demonios que atormentaban aquel desgraciado habían
abandonado su cuerpo, y ocupando los de los gorrinos habían provocado su loca
carrera y su muerte por ahogo. Me despidieron impresionados y bautice a varios
recordándoles que siempre el poder de mi Padre era superior al Maligno. En
honor a la verdad en la emotiva despedida me solicitaron que no honrara su
modesta aldea con nuevos exorcismos, pues la piara era una de las fuentes de
sustento de aquellas gentes.
Sin
embargo meses después llegaron a mis oídos que de nuevo el enloquecido había
empezado a aullar sin límite ni medida, provocando la dispersión de un valioso
rebaño de ovejas, que sólo en parte se recuperó. Los aldeanos no confiaron en
más exorcismos y lo lapidaron sin piedad
provocando su muerte y que los demonios
se quedaran sin cuerpo en el que habitar. De los demonios nada más se supo y
aquel desgraciado fue enterrado con todo el ritual previsto en nuestras
Sagradas Escrituras, pues a tenor de su paz y silencio, nada sorprendente si
recordamos que estaba muerto, era claro que al fin Satanás había sido vencido.
Todo
iba bien y yo predicaba el próximo Reino de los Cielos, pero para nada la rebelión
contra Roma. De hecho cuando se me preguntó si había que pagar el tributo al
Cesar les dije "que a Dios lo que es
Dios y al Cesar lo que es del Cesar". Fue una formula un poco rebuscada,
pero así hablamos los profetas, y era fácil entender que yo aconsejaba que había que pagar los tributos a Roma.
Como os
decía Excelencia así era mi vida en la lejana Galilea hasta que los más
exaltados de mis discípulos empezaron a insistirme en “que si todos los grandes
profetas habían predicado en Jerusalén”, “que si Zacarías había profetizado que el Mesías entraría en Jerusalén
en un pollino”. Yo me resistía a ir a predicar a Jerusalén, pues una cosa
era predicar entre aquellos campesinos de Galilea, y otra en Jerusalén, ciudad
llena de escuelas rabínicas, fariseos doctos en las Sagradas Escrituras, e
intrigas políticas. Pero tanto me insistieron que acepté. Compramos un burro y
subido a él entre en Jerusalén. Mis discípulos y algunos de ésos que siempre se
unen a cualquier grupo numeroso y entusiasta me recibieron con Hosanas y honras
al que viene en nombre del Señor. No negare que me sentí halagado en mi vanidad
ante aquel recibimiento y, aunque nunca estuve muy seguro, sentí que realmente
podía ser un enviado de Yavé.
Como
buen seguidor de la Ley que soy visité el Templo reconstruido. Grande fue mi
decepción al verlo lleno de comerciantes y cambistas de monedas para hacer los
preceptivos donativos. Tuve algunas palabras subidas de tono con ellos, nada
grave pues no fue a mayores, aunque a alguno de mis discípulos más exaltados se
le fue la mano. Y ahí empezó todo. Como su Excelencia sabe mejor que yo que las
autoridades del Sanedrín obtienen pingues beneficios de las aportaciones
dinerarias al Templo cuya finalidad es
dudosa, pues ya Herodes el Grande lo terminó de construir en su actual
magnificencia y nadie sabe dónde van parar esas dádivas.
Como
le decía a su Excelencia todos mis males empezaron en el lamentable episodio del
templo. El Sanedrín vio en mí un enemigo de sus turbios negocios y cuando
cenaba con los más allegados de mis discípulos me hicieron detener anoche. Me
sometieron a un interminable interrogatorio, llenos de citas de las Escrituras,
a las que yo respondía con otras citas de sentido contrario, ya le conté que
las había leído con atención en mis tiempos en la carpintería, pues en los Libros Sagrados siempre se encuentra lo
que se busca. Aunque ya sé que su Excelencia es ajeno a nuestra fe, durante el tiempo que ejerce su sabia magistratura en
nuestras tierras, aunque sea por referencias, sabrá lo ricas y variadas que son
nuestras Sagradas Escrituras. Ha sido una noche interminable, en la que no he
podido pegar ojo, y ya de madrugada el tal Caifás, que parecía el jefe de ese
tan cruel como hipócrita tribunal sentenció que me merecía la pena de muerte.
Otro leguleyo le advirtió que la pena de muerte sólo la podía confirmar su
Excelencia, y aquí estoy a la espera de su justa sentencia.
PILATOS.
Váyase buen hombre, no se meta en más líos, y que no le vuelva a ver por aquí.
Bastante tengo con aguantar las interminables disputas entre saduceos,
fariseos, esenios y demás para que me cree
más problemas. Esta tierra es un
secarral que apenas produce riqueza lo que limita mucho, las por lo demás
habituales comisiones que ingresan los prefectos, y no hay gente más picajosa
que su pueblo, "que si no podemos
desfilar en Jerusalén con los estandartes
del Imperio"," que
los sábados no se puede trabajar"... en fin, cuando el divino Tiberio
me nombró prefecto de Judea ya sabía yo que era un pésimo destino pero quién
puede negarse al divino Emperador. Sólo espero acabar mi función aquí sin
sobresaltos, y ser recompensado con un buen destino como las Galias o Hispania,
ricas en minas de oro, con una población que adora sus antiguos dioses o a
nuestro rico panteón de dioses, sin más complicaciones. Con este anhelado
destino estaría cerca de Sicilia donde tengo una hermosa finca, que ahora
explota un administrador sin mi directa vigilancia, y que seguro que se
aprovecha de mi lejanía para apropiarse de los frutos de la finca, en mucho más
de lo que le corresponde en justicia.
Y
Jesús salió del palacio del prefecto, aspiró fuertemente el fresco de la mañana
y partió de nuevo a Galilea donde
predicó algunos años hasta que murió al parecer víctima de una intoxicación de
pescado en mal estado del Lago Tiberiades. No hubo pues ni Crucifixión y
Resurrección. El judío romanizado llamado Pablo no tuvo Mito alguno en el que
basar una nueva religión. En cuanto a Jesús en la detallada historia de Judea de Flavio Josefo “Antiguedades Judías” se le dedico unas breves líneas, junto a otra
decena de predicadores de la época, y el jesuadismo se diluyó con el tiempo en
el nuevo judaísmo, surgido de la destrucción del Templo por los romanos, y la
diáspora judía. La civilización siguió su evolución sin conocer lo que con los
siglos se llamó Cristianismo.